“SUPONGAMOS QUE…”

CS Lewis y las Crónicas de Narnia

Mucho se ha teorizado acerca del supuesto significado verdadero de la simbología en las Crónicas de Narnia, la clásica saga para niños escrita por C.S. Lewis. En el año 1954, el propio Lewis escribió una carta a los alumnos de quinto grado de una escuela de Maryland, donde les explicó su proceso creativo en función del punto de partida “supongamos que”. “No me dije a mí mismo ‘Representemos a Jesús como Él realmente es en nuestro mundo, como un león en Narnia’, sino que me dije ‘Supongamos que existe una tierra como Narnia, y que el Hijo de Dios, como se hizo hombre en nuestro mundo, se hizo un león allí, y después imaginemos lo que puede pasar’”.

Clive Staples Lewis (1898-1963), fue uno de los más importantes autores cristianos del siglo XX. Profesor de literatura en Cambridge y Oxford, escribió crítica literaria, apologética, filosofía, teología, ciencia ficción y fantasía. Su conversión del ateísmo a la fe lo movió a una impresionante tarea evangelizadora a través de la producción cultural. Son famosos varios de sus libros, como Cartas del Diablo a su sobrino, Mero Cristianismo, y El gran divorcio, entre otros. Pero sin dudas el público del siglo XXI lo conoce más por la excelente adaptación cinematográfica de sus Crónicas de Narnia.

En Oxford, donde fue primero estudiante y luego profesor, conoció a otro gran intelectual de la época: J.R.R. Tolkien, quien fue determinante en su proceso espiritual. Tolkien y Lewis fueron grandes amigos. Los dos académicos solían argumentar sobre varios temas, particularmente sobre religión. Fue Tolkien quien convirtió a Lewis al cristianismo, a lo largo de una caminata por los jardines de Oxford, que duró toda la noche y culminó en el amanecer y la revelación.

Ambientadas en la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial, las Crónicas de Narnia cuentan la historia de cuatro niños (los hermanos Pevensie: Lucy, Edmund, Peter y Susan), evacuados de los bombardeos en Londres a la casona rural de un excéntrico profesor. Mientras juegan a las escondidas, Lucy descubre que a través de un viejo armario se llega al mundo mágico de Narnia, una tierra muy parecida a nuestro mundo, donde conviven con los humanos criaturas fantásticas relacionadas con la mitología clásica, envueltas en la eterna lucha entre el bien y el mal. Su gesta los llevará a luchar junto al rey león Aslan, contra la Bruja Blanca, para revertir el malvado hechizo que asola a Narnia con un invierno eterno.

Dirigida al público infantil, Narnia, una saga fantástica muy diferente de El Señor de los Anillos, es una exquisita mezcla de magia y mito con subtexto espiritual. Podemos decir que, como la obra cumbre de Tolkien, es un trabajo “fundamentalmente religioso”. Pero mientras que el autor de El Señor de los Anillos invita al lector a descubrir las raíces cristianas dentro de la historia, Lewis las deja claras sobre la superficie, de una manera inconfundible e inevitable.

En estudios literarios, una alegoría es una sucesión de metáforas, una historia donde cada elemento presente simboliza otra cosa, con el fin de dar a entender una cosa expresando otra diferente. Tanto Tolkien como Lewis eran lectores de las alegorías clásicas. El primero manifestó expresamente que no lo convencía, para narrar sus historias, ese recurso. En cuanto a Lewis, se ha señalado por buena parte de la crítica, en las historias del complejo e intrincado universo de Narnia por él creado, un contenido alegórico profundo, aunque cueste encasillarlas cien por ciento en tal formato.  

La presencia de símbolos y temas cristianos a través de las Crónicas es notoria. Por ejemplo, los varones aparecen designados como “hijos de Adán” y las niñas como “hijas de Eva”. Edmund refleja la imagen del hombre caído, la debilidad frente a la tentación y el pecado. Aslan, el león, es una representación de Jesús, que da su vida para salvar al traidor, y luego resucita glorificado. Susan y Lucy representan a las mujeres que acompañaron a Jesús en su agonía y se encargaron de su cuerpo tras la muerte. Y podríamos seguir con paralelismos.

Si el objetivo es aquilatar el verdadero impacto de estas historias escritas por Lewis, éste bien puede resumirse en un efecto iluminador. Por encima del racionalismo y materialismo propios de su época, que también informa la nuestra, las historias de Narnia van desmitificando uno tras otro los tabúes contemporáneos, imbuidos de corrección política.

En Narnia existe la pura bondad, una cualidad como mínimo sospechosa para nuestra cultura del escepticismo, con todos los atributos asociados a ella, hoy desvalorizadas: la nobleza, el valor, la cortesía, la pureza, la alegría, el aprecio por lo bueno, la perfección. El mal, por su parte, ha perdido la capacidad de regocijarse o creer en cualquiera de las cualidades anteriores, y el infierno aparece como el lugar donde todo es grotesco, cruel, violento, odioso. A través de sus historias, Lewis nos despierta a estos dos conceptos, el bien y el mal absolutos, dos enormes categorías que también hoy corren el serio riesgo de desdibujarse en un mar de relativismo. 

Luego tenemos las encarnaciones del mal. Lo encontramos en el malhumor, el egocentrismo y la malicia de Edmund, y en la forma como él sucumbe a la tentación. También en la Bruja Blanca, símbolo de los ángeles caídos o del mismo Satán, que seduce a Edmund con una mera parodia de amabilidad, porque nada en el mal es auténtico. En Narnia, como en nuestro mundo, el mal es deshumanizante, y no aparece de manera súbita en el curso natural de las cosas. Un mal menor lleva gradualmente a otro mayor. En sintonía con esto, si algo queda claro en la narrativa de Lewis, es que somos capaces de aplaudir la traición, el cinismo, la cobardía, la pusilanimidad, el egoísmo… pero no podemos convertirlas en algo atractivo.

Finalmente, no podía faltar en una buena historia cristiana, la idea de redención. El ejemplo más emblemático de ella es la salvación de Edmund, que rescatado del mal se convierte en una buena persona. En la última entrega de la saga, cuando un personaje le pregunta a Edmund si conoce a Aslan, la respuesta del muchacho tiene un indudable contenido teológico: “Bueno… él me conoce a mí”.

Lo cierto es que las Crónicas de Narnia se han consolidado como obras literarias perdurables, fascinantes para ateos y creyentes, para académicos y no académicos, para niños y adultos. Ello tiene que ver con su contenido removedor: cuentan una historia que nos permite descubrir verdades profundas sobre nosotros mismos. Nos ayudan a comprender que la búsqueda de la virtud implica derrotar el poder del pecado, y abrazar el poder del bien. Y que para ambas cosas, necesitamos la gracia de Dios.

El simbolismo religioso de Lewis nos reafirma que nuestras intuiciones más profundas siempre nos llevan a la verdad; que hay una fuerza maravillosa en el corazón del universo, y que estamos llamados a encontrarla, abrazarla y adorarla.

En la frontera de Narnia, Aslan le dice a Lucy y a Edmund que él existe también en su mundo, donde tiene otro nombre: “Esa es la razón por la cual ustedes fueron conducidos hasta Narnia, para que habiéndome conocido aquí por un breve lapso, sean capaces de conocerme mejor allí”. Visto con esta simplicidad, mayores explicaciones o análisis parecen irrelevantes.

Laura Álvarez Goyoaga

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Righteous Kill: crítica al relativismo moral

Frente a frente es un drama policial del año 2008, sobre dos policías veteranos de New York City a quienes les toca investigar una serie de asesinatos cometidos por un “vigilante” contra criminales que han conseguido evadir el castigo de la justicia. No es un tema novedoso ni poco trabajado en la cinematografía, pero esta película en particular le proporciona un atractivo adicional: dos leyendas del cine, Robert de Niro y Al Pacino, por primera vez en 40 años de carrera, son sus  protagonistas.

De Niro hace el papel del siempre enojado detective al que apodan Turk. Pacino es Rooster, su más moderado y conciliador compañero. Juntos tienen bien ganada la fama de ser infalibles, capaces de resolver cualquier caso mejor y más pronto que cualquiera de los demás detectives. Pero también los dos comparten un secreto oscuro, de sus primeros años de servicio.

La historia tiene varias y logradas vueltas de tuerca. Ahora bien, está dirigida al público adulto. Dentro de la trama, elementos morales, cristianos, y anti cristianos se entremezclan en un combo donde los comentarios crudos están a la orden del día, la violencia marca cada escena, y contenidos sexuales casi gratuitos aparecen más de una vez. Vista desde esta perspectiva, la trama no llegaría a ser inspiradora, y todavía menos potencialmente redentora.

Sin embargo, el planteo de tomar la justicia en mano propia deja abierta toda una interesante línea de reflexión acerca de uno de los grandes males de esta época: el relativismo moral. Cuando la justicia humana falla, la tentación de saltarse barreras está muy cerca. Todos en mayor o menor medida aceptamos la idea de que un mal comportamiento trae consecuencias negativas. Si alguien ha cometido terribles crímenes, ha actuado con profunda maldad, y debe enfrentarse a las consecuencias de sus acciones, decimos: “Tuvo su merecido” o “Cosechó lo que sembró”. La línea narrativa de la historia de Turk y Rooster, a diferencia de ello, pone en evidencia que no hay ninguna justicia poética en los crímenes del vigilante.

Nos hace pensar en cómo, bajo la máscara de quienes deberían personificar el bien y la verdad humana, se esconden aguas oscuras. Allí es que esta película marca el tono moral: cuando nos deja claro que los seres humanos no tenemos derecho a tomar la ley en nuestras manos. Sin dudas falta en la trama decirlo en forma expresa, pero no por eso es menos evidente: desde una cosmovisión  cristiana, sabemos que esa prerrogativa le corresponde a Dios.

El relativismo moral puede definirse como la falta de absolutos. Es la creencia de que la verdad absoluta no existe, y que lo que es verdad para alguien no necesariamente lo es para otros. Turk y Rooster han alejado de sus vidas lo absoluto. Se han alejado de la fe. Se han alejado de Dios. A nadie puede sorprender entonces que el resultado de este relativismo moral sea el caos.

Por eso, y a pesar de todas sus carencias argumentales, esta película nos recuerda que la Verdad existe.

Laura Álvarez Goyoaga

Ennio Morricone: fe, oración, música y Dios

El pasado 6 de julio falleció Ennio Morricone, uno de esos compositores que ha marcado un antes y un después en la historia de la música. Si bien lo conocemos por las excelentes bandas sonoras que compuso para películas de todo tipo, como La misión, Los intocables, Los 8 más odiados y Cinema Paradiso, también incursionó en la música sacra, de cámara y sinfónica, la ópera, y hasta canciones populares. Era además un católico convencido, que cada mañana se levantaba muy temprano para rezar durante una hora ante la imagen de Cristo.

Nacido en Roma en 1928, en 1956 se casó con María Travia, la esposa que lo acompañó durante toda su vida y con quien tuvo cuatro hijos. Ganó muchos premios, entre ellos dos Oscar (uno por su trayectoria y otro por Los 8 más odiados), pero también 27 Discos de oro y 7 Discos de platino, varios Bafta, Globos de Oro y Grammys.

Eligió vivir en Roma, y no en EEUU. Trabajó con directores célebres como Pasolini, Bertolucci, Brian De Palma, Roman Polanski, Oliver Stone, Pedro Almodóvar, Roland Joffé. Su consigna de trabajo consistía en  “probar algo completamente original y que a la vez sea entendible”, según sus propias palabras. La música para él era una herramienta de comunicación, y un camino para expresar su fe.

Proveniente de una familia cristiana, este músico autor de obras instrumentales de gran fuerza y espiritualidad creía que la música ayuda a rezar, pero que la oración necesita también «palabras, intenciones, concentración». Coherente con su fe, compuso música sacra a lo largo de toda su vida. Más recientemente, a pedido del Papa Francisco, un “Amén” coral en ocasión de un Festival de coros en la Santa Sede, un Via Crucis, y una composición sobre la Creación.

El mundo del cine y el de la fe se entrecruzaron como nunca en su carrera con la película La Misión, para la cual fue autor de la inolvidable banda sonora, una de las más hermosas que alguna vez nos trajo el cine, en base a tres elementos distintos que ya estaban en la historia narrada: el oboe del sacerdote jesuita, la música coral y la música étnica de los indios.

Este drama histórico del año 1986 narra la lucha de los jesuitas en Sudamérica durante el siglo XVIII por defender a los nativos de las misiones de la voracidad esclavista de Portugal. Robert Bolt es el guionista, Roland Joffé el director, Jeremy Irons y Robert De Niro sus protagonistas. El gran telón de fondo aquí es la historia de salvación. Sin dar una respuesta única, nos enfrenta a una encrucijada en la cual cualquiera puede encontrarse en algún momento de su vida: actuar por convicción, o por deber; tomar una decisión difícil para evitar el mal mayor, o jugarse dando la vida por una causa.

La misión es un clásico del cine. Una película fuerte, bellísima, inspiradora. Una historia de redención, de amor, de entrega, de compromiso, donde la música se vuelve parte de la trama, y refleja la sensibilidad única de un alma enamorada de la trascendencia. Por eso es una buena idea volver a verla, o acercarse a ella por primera vez. No es más que un homenaje merecido a un artista único.

Laura Álvarez Goyoaga

The Greatest Showman: Aquí es donde queremos estar

Las primeras escenas alternan los créditos iniciales con la figura a contraluz de un hombre vestido como maestro de ceremonias en el backstage de gradas de madera, que canta: “Ladies and gents, this is the moment you’ve waited for”.

Así comienza The Greatest Showman (El gran showman) una película musical del año 2017 protagonizada por el versátil Hugh Jackman, que veo por primera vez en el 2019 en la pantalla de mi asiento durante un vuelo internacional. Nunca me interesaron demasiado los espectáculos circenses, pero la miro de un tirón y apenas termina reseteo el menú para verla nuevamente. A posteriori, leyendo críticas y comentarios, descubro que ese es precisamente el efecto que produce en muchísimos espectadores: la gente en internet afirma que la ha visto dos, tres, cuatro, cinco y hasta más veces.  

En cierta medida es un biopic que cuenta con licencias artísticas la vida de P. T. Barnum un hombre que de la miseria logró crear “el mayor show” en Nueva York: el Circo Barnum & Bailey. Parte del mérito del film para cautivar audiencias reside en una acertada elección del elenco. Jackman tiene antecedentes como premiado protagonista de musicales en vivo en Broadway. Sus contrapartes, la estrella de High School Musical Zack Efron, la actriz y cantante Disney Zendaya, y las actrices Michelle Williams y Rebecca Ferguson, no se quedan atrás.

Deslumbrante en efectos, vestuarios, escenarios, sonido, coreografías, la emotiva historia funciona a nivel argumental. Las canciones, con estilos contemporáneos que se insertan sin esfuerzo en la ambientación de época, están muy bien logradas. “This Is Me” se llevó una nominación a los premios Oscar, pero no es la única que sigue sonando en la cabeza del espectador al terminar los créditos. “A Million Dreams” y “I want” pautan el conflicto en la trama con acierto.

The Greatest Showman, además de conflictos sociales y humanos, pone en primer plano el rol del empresario como agente de cambio dentro de la sociedad, y esto también es un factor de interés. El Barnum de la ficción es un empresario con una visión, fiable y falible al mismo tiempo, que sentó la piedra angular del negocio del entretenimiento tal como lo concebimos hoy en día.

En medio de ese mix de componentes, me entero de que a más de un año de su estreno, soy parte de un fenómeno global. Tal vez porque la compleja vida real del P. T. Barnum histórico había generado expectativas de un drama oscuro, tal vez por otros motivos, la crítica fue muy dura con esta película. Sin embargo, el público la adoró. A pesar de los malos augurios de un pésimo guarismo en taquilla para el fin de semana del estreno, alcanzó una recaudación global de 434 millones de dólares.

Para indagar las causas de este fenómeno, la periodista del New York Times Stephanie Goodman  abrió una línea de comunicación con los lectores (https://www.nytimes.com/2018/02/14/movies/greatest-showman-hugh-jackman-fans.html). Las explicaciones que recibió por parte del público pueden sintetizarse en razones más que compartibles: es un film amigable para la familia, al mismo tiempo inclusivo y celebratorio de la verdadera diversidad; las canciones son pegadizas y apelan a emociones universales; es un tributo a la humanidad con un hermoso mensaje; son 105 minutos de puro y mágico entretenimiento; hace sentir al público que la esperanza está al alcance de la mano, que hay gente de buena voluntad en todas partes, que es posible alcanzar la felicidad a pesar de los errores; es la historia universal de un hombre que se pierde pero encuentra el camino para regresar a casa; tiene un fuerte impacto emocional; es un espectáculo muy disfrutable.

Hay mucho más en esta propuesta de lo que aparece a primera vista. Ambientada en la primera mitad del siglo XIX, no es simplemente una película sobre el circo, sino al mismo tiempo una alegoría universal acerca de las divisiones que persisten en cualquier sociedad, el dolor, la injusticia, el abuso de poder, las elecciones acertadas y equivocadas, la lucha por cumplir nuestros sueños, el amor verdadero.

“It’s everything you ever want / It’s everything you ever need /And it’s here right in front of you/ This is where you wanna be” dice el estribillo de la canción de apertura… y tiene razón. The Greatest Showman es un lugar para quedarse.

Laura Álvarez Goyoaga

Green Book: la película merecedora del Oscar

Green Book es una road movie de época ambientada en 1962: una película cuyo argumento se desarrolla a lo largo de un viaje, que siempre es un viaje en más de un nivel. Cuenta una historia intemporal de amistad y cercanía; la de un “gorila” de seguridad de un nightclub  puntualmente sin trabajo, que se emplea por un tiempo como chofer de un aclamado concertista de piano afroamericano, en una gira por el sur profundo. El plus es que se trata de una historia de la vida real. Tiene excelentes actuaciones, muy buenos diálogos, una música impresionante.

Son sus protagonistas Viggo Mortensen, totalmente irreconocible como el mismo actor que encarnara al héroe épico Aragorn de El Señor de los Anillos, en el papel de Tony Vallelonga; y Mahershala Ali en el de Dr. Don Shirley. La tercer protagonista es sin dudas la música, la buena música, como herramienta para trascender las limitaciones y hermanar cualquier diferencia cultural.

Tony, descendiente de italianos, católico, es un marido leal y un hombre de familia; un buen tipo más allá de algún prejuicio racista residual típico de la sociedad de la época. El Dr. Don Shirley, extremadamente rico, con tres doctorados (en música, psicología y artes litúrgicas), que habla ocho idiomas y toca el piano como nadie, vive en soledad en un lujoso y  presuntuoso apartamento sobre el Carnegie Hall. Vienen de mundos diferentes, y al principio difíciles de compatibilizar.

Es el año 1962, y Shirley, una megaestrella en los estados del Norte, como una cuestión de principios ha decidido realizar un tour por el sur profundo, donde están vigentes las leyes de segregación racial. Sabe que un hombre negro no puede manejar solo por el sur sin arriesgarse a ser arrestado, golpeado, o incluso asesinado. Por eso necesita un chofer blanco que le sirva al mismo tiempo de guardaespaldas.

Para guiarlos en su viaje Tony y Don llevan “The Negro Motorist Green Book” (literalmente: “El libro verde para los automovilistas negros”), una guía del viajero armada para los afroamericanos, en una época en la cual muchos hoteles y restaurantes en esa zona podían legalmente rehusarse a servir o alojar afroamericanos. El Green Book prometía brindar información que “mantendría al viajero negro libre de dificultades, de ser avergonzado, y que haría más placentero su viaje”.

Las dificultades, por supuesto, no escasean, mientras los dos hombres deben enfrentarse al racismo en toda su terrible gama. El Dr. Shirley tiene fans en el sur, dispuestos a pagar por el privilegio de asistir a sus conciertos, y que lo aplauden de pie. Pero no lo dejan dormir en sus hoteles, comer en sus mesas o usar sus baños. Por tradición, según dicen. Porque así se hacen las cosas.

Una serie de escenas conmovedoras nos van mostrando las características de cada uno de los personajes en la acción: la mejor técnica para presentarlos, según los manuales de narrativa. En la interacción mutua, cada uno se enriquece a partir de la experiencia de abrirse al otro y apreciar su punto de vista. Tony, a medida que va conociendo más sobre Don y las circunstancias a las que se enfrenta, va cambiando. Y Don, un personaje complejo, con múltiples capas, que inició el camino convencido de que con su excepcional talento y sus impecables presentaciones artísticas vencería los prejuicios raciales, va aceptando que su romántica idea no llegará a hacerse realidad, y abriéndose a la amistad de Tony.

Es cierto que aparece una escena innecesaria sobre la homosexualidad, pero en un planteamiento, si bien gratuito, al menos discreto. Para compensar, algo encomiable es que aquí no está omnipresente esa imposición cultural propia del siglo XXI, de demostrar que el problema planteado continúa siendo relevante en nuestros días. Green Book se conforma con ser un excelente film sobre 1962 y listo. Tiene la refrescante sabiduría de comprender que no necesita martillarnos con ningún eslogan.

Green Book es entonces un impecable drama de época sobre un tema puntual: la discriminación racial. Pero a determinada altura de la trama, cuando uno de los dos músicos blancos que tocan en la gira con Don le explica a Tony que este se somete a peligros y humillaciones porque “Cambiar los corazones de las personas requiere coraje”, queda claro que esta es una película que aboga por el coraje, y lo hace bien. Para Don, esta gira es una cruzada para desafiar prejuicios arraigados, con elegancia y firmeza. Para los espectadores, desde esta óptica, esta película bien puede convertirse en un desafío para jugarse, con la misma delicadeza y convicción, por lo verdaderamente importante: la fe, la esperanza, el amor.

Laura Álvarez Goyoaga

The Mule: Ver detrás de las apariencias

Con casi noventa años, y representando a un personaje de la misma edad, volvió a la pantalla como actor y director Clint Eastwood, acompañado por un elenco multi estelar, en un nuevo relato de redención narrado con la serenidad de un atardecer luminoso. Sin los filos dramáticos de Unforgiven o Grand Torino, The Mule se desenvuelve con el ritmo pausado, monótono, cotidiano de una historia trivial. Pero, ¿quién dijo que lo trivial no es importante ni interesante?

Eastwod interpreta a Earl Stone, horticultor de profesión, quien afronta dificultades económicas serias. En la fiesta de compromiso de su nieta Ginny (Taissa Farmiga), uno de los invitados le ofrece un trabajo que solo le exige manejar. A partir de las peculiares exigencias del mismo, y los generosos ingresos que le reporta, el protagonista no demora en descubrir que está transportando drogas. Pero como  le proporciona el que siente es su único camino para compensar a la familia que por tanto tiempo ha postergado, sigue adelante y avanza en la organización hasta ganar la simpatía del líder del cartel (Andy García). Las excentricidades de Earl, sumadas a las luchas de poder a la interna del cartel y a la persecución de un par de agentes de la DEA (Bradley Cooper y Michael Peña) van complicando la trama. Más vale tarde que nunca; y mientras el protagonista finalmente toma la opción de poner en primer lugar a su ex esposa (Dianne Wiest) y a la hija que no le habla desde hace muchos años (Alison Eastwood, hija de Clint en la vida real), para el espectador se despliega un sesgo humanizante.

Hay un mensaje central, no por trillado menos válido en los tiempos que nos toca vivir: la familia es más importante que el trabajo, y que la tecnología que nos aliena y nos vuelve inservibles. La vigencia del mensaje queda refrendada en las excentricidades sin malicia de un hombre viejo, quien ha visto suficiente agua pasar bajo el puente como para detenerse a considerar riesgos personales.

Eastwood no es católico, ni siquiera se define como particularmente religioso. Es, sin embargo, un director de cine magistral en el estilo clásico, que una y otra vez ha planteado en sus films dilemas de contenido católico en torno a la redención y el sacrificio abnegado. En The Mule, la premisa sigue siendo válida aunque no tan evidente. Su condición de experimentado actor y diestro director, con innato talento en ambos oficios, son fortalezas que aportan valor a la película y llevan el mensaje a destino.    

Se le ha criticado a esta producción que disfraza o romantiza la historia real en la cual se basa: la del octogenario Leonard Sharp, quien transportó drogas por un valor de decenas de millones de dólares, con la única excusa de su amoralidad en la materia y la simple y llana codicia. Dicho esto, si bien no vemos en la pantalla las consecuencias nefastas de la adicción o los horrores del tráfico de drogas, estamos lejos de una apología. El lado oscuro del oficio de “mula” nos alcanza sobre el final, cuando su brutalidad se vuelve contra el protagonista. Y así y todo, el giro de cierre se las arregla para que salgamos del cine con sereno espíritu optimista.

Una última referencia cabría acerca de las ideas políticas del director, que en algunas tiendas suelen tildarse de inconvenientes. En The Mule, el fuerte de la crítica va a los excesos de lo políticamente correcto y la inoperancia práctica de las nuevas generaciones. Habrá quienes se indignen con el cuestionamiento, y quienes lo compartan, pero nadie podrá negar que está formulado con ingenio y sentido del humor. 

Lo central, sin embargo, es que estamos frente a un sencillo y profundo llamado que nos redirige, desde los vericuetos sin sentido que vadeamos en la vida cotidiana, a prestar atención a las cosas importantes: la familia, las necesidades del prójimo, el camino correcto. Y todo ello a través de una historia emotiva y, sí, edificante. Una historia que en su estilo, por encima de mitos y tradiciones, remarca cómo los males sociales y las incomprensiones no han afectado el núcleo duro de humanidad que marca al ser humano. Que esto es algo que ningún sombrío condicionamiento cultural puede desmentir. Una historia que, con las estrategias del narrador omnisciente, nos remite a la óptica cristiana de ver detrás de las apariencias a los personajes con la mirada de Dios, para así poder apreciar la bondad de cada uno.

Laura Álvarez Goyoaga

Rapsodia Bohemia Inesperado legado edificante

Rapsodia Bohemia cuenta la trayectoria de Queen, el grupo de rock cuyas canciones icónicas se han vuelto clásicos universales, y de la trágica vida de quien fuera su líder, Freddy Mercury.

Farrokh Bulsara había nacido en Zanzibar, de padres indo-parsi, que emigraron a Inglaterra cuando él era adolescente. Sufrió la burla y el bullying por causas raciales, por su dentadura protuberante y por sus modales afeminados. Sus posibilidades de alcanzar el éxito y la fama parecían escasas si no nulas. Sin embargo, una noche de 1970, entonar la línea de una canción con su impresionante voz le valió el puesto de cantante principal en la banda que integraban el guitarrista Brian May y el baterista Roger Taylor. Más adelante se les uniría el bajista John Deacon. El resto es historia conocida, marcada por una insaciable necesidad de amor y una intensidad autodestructiva.

«Is this the real life? Is this just fantasy?» es el verso que abre la letra de “Rapsodia Bohemia”, la obra maestra de Queen, de la cual la película toma su nombre. Una línea que resume el concepto estético aglutinador de la trama: la fantasía como metáfora del éxito y la fama; y la trágica espiral de la vida real del protagonista, para recordarnos que: Vanidad de vanidades, todo es vanidad.

Sin innovar en el formato tradicional de cualquier biopic sobre la vida de un artista que transita de la pobreza a la celebridad, estamos ante una película entretenida, que valdría la pena ver aunque más no fuera por la música. La crítica ha destacado la excepcional actuación de Rami Malek en el papel protagónico. Sin embargo, no son estas las únicas claves interpretativas que la vuelven interesante.

Es vox populi que Freddy Mercury fue un artista genial, polémico, con un estilo performativo apoyado en la fuerte conexión con el público. Narcisista, arrogante, fue también una de las primeras víctimas jóvenes y famosas del SIDA. Este podría haber sido el mensaje central de la película, pero no lo es.

Rapsodia Bohemia no victimiza ni endiosa a su personaje central. Es, en esencia, una narración que prioriza la importancia de la familia, la lealtad, los vínculos verdaderos de amistad, afecto, compromiso. Que plantea con claridad cómo los desórdenes conducen por mal camino. Donde queda claro que tomar consciencia del error, arrepentirse, pedir perdón, son las vías para retomar el camino correcto.

Contrastando la vida de Freddy con la de sus compañeros de banda, los otros tres profesionales universitarios, se vuelve también una historia que pone de relieve la importancia de la formación y el esfuerzo para lograr resultados de excelencia. Que escenifica sin necesidad de volverlo expreso cómo el simple talento no resulta suficiente; y cómo la genialidad es resultado del trabajo duro, en equipo.

Finalmente, porque para variar con lo que suele ser la representación convencional del tema hoy, la inclinación homosexual de Freddy, su compulsión a la promiscuidad, su consumo abusivo de alcohol y drogas, aparecen presentados como influencias física y emocionalmente destructivas, es también un relato edificante.

Hay varias buenas razones para ir a ver Rapsodia Bohemia al cine. Recomendable por lo tanto, con la salvedad de que, si bien no hay escenas extremas, algunas puntuales pueden herir la sensibilidad de los espectadores.

Laura Álvarez Goyoaga

GOSSNEL: LA PELÍCULA QUE NOS CENSURAN Médico abortista asesino serial

Gosnell: El jucio del mayor asesino serial de América es un film de reciente estreno en USA, basado en hechos reales, sobre un médico abortista de Philadelphia, quien inducía el parto de niños viables en el tercer trimestre del embarazo, y los mataba luego cortándoles la columna vertebral con tijeras.

Kermit Gosnell, hoy condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad anticipada, era un médico respetado, considerado un pilar de la comunidad, y un “abogado de la salud reproductiva de la mujer”, garante del “derecho a elegir” y de la interrupción del embarazo en condiciones “seguras”. Un personaje siniestro, que coleccionaba piecitos de bebés abortados y que durante el juicio manifestó como su única preocupación el bienestar de las tortugas exóticas que tenía como mascotas, dirigió una clínica insalubre donde acabó con la vida de entre cientos y miles de niños, y varias de sus madres. En un país que condena como crimen federal asesinar a bebés que sobrevivieron a los intentos de abortarlos, pudo hacerlo impunemente a lo largo de 30 años, a vista y paciencia de las autoridades de la salud que debían controlarlo. Al mejor estilo Al Capone, su espiral criminal salió a la luz a raíz de una investigación vinculada a la venta ilegal de fármacos controlados.

La carnicería de la clínica no se ve reflejada en la pantalla de esta película: no es este un film gore, como bien podría haberlo sido por los macabros detalles del hecho real que trae a luz. Este tema está tratado con especial sensibilidad y delicadeza por los realizadores. El prestigioso actor Nick Searcy, quien ofició como director y representó el papel de abogado defensor del imputado, afirma que el film cuenta una historia inspiradora: la de quienes tuvieron la valentía y fortaleza de poner fin a tanta indescriptible maldad.

Basada en el informe del gran jurado, y en las transcripciones del juicio, Gosnell no es una película producida desde una cosmovisión conservadora. Los guionistas son católicos, pero admiten que solían desestimar los alegatos “pro-vida” por considerarlos propios de fanáticos religiosos, hasta que se encontraron con la brutal evidencia de este caso. Por su parte, Searcy se describe como un bautista poco comprometido en la práctica.

El caso Gosnell fue ampliamente ignorado por el establishment político y los principales medios de prensa. Algo similar a lo que ocurrió cuando las investigaciones del Senado en USA comprobaron que Planned Parenthood vendía en partes los cuerpos de los bebés abortados a laboratorios privados.

Los creadores de la película debieron enfrentar múltiples obstáculos para contar esta historia. Sus guionistas, los periodistas Ann McElhinney y Phelim McAleer, son autores también del libro Gosnell: La historia jamás contada del más prolífico asesino serial de América, el cual desató controversias cuando el New York Times al principio se rehusó a incluirlo en la lista de bestsellers, por una decisión editorial, aunque debido a sus cifras de ventas, le correspondía figurar en ella.

Ante la falta de interés en Hollywood, lanzaron una primera campaña de crowdfunding a través de Kickstarter, que no demoró en censurarlos. Debieron entonces cambiar a Indiegogo, donde en dos semanas concretaron uno de los proyectos más rápidos y exitosos de este sistema de recaudación.

La filmación se completó en octubre de 2015, pero tardó tres años en llegar al circuito cinematográfico. Searcy atribuyó esta demora a que Hollywood “funciona en base al miedo, no solo el miedo al fracaso, sino, más insidiosamente, el miedo a ser descartados por tus ideas”. El miedo a las represalias, o al ostracismo, por no ser parte del pensamiento grupal impuesto.

Consistentemente, la página de Facebook del film les negó, sin esgrimir ninguna razón específica, la posibilidad de publicitar sus publicaciones. También la NPR (radio pública nacional) rechazó sus anuncios.

No es necesario agregar mucho más para concluir que Gosnell, la película que no nos quieren dejar ver, ha sido víctima de un proceso implacable de censura. Esto no es nada novedoso ni inesperado. Lo importante es que encontremos caminos para que la censura no nos amordace, ni coarte nuestro derecho a estar informados y formar nuestra propia opinión. Lo importante es que, como sociedad, seamos capaces de poner un reflector (un spotlight, en inglés), para revelar la verdad, no los mitos creados por intereses, en un tema tan sensible.

Laura Álvarez Goyoaga

La búsqueda disfuncional de la felicidad

Mad Men muestra el lado trágico del materialismo

Mad Men es una serie de televisión estadounidense, perteneciente al género de drama de época, creada por Matthew Weiner. Se estrenó en el 2007, fue producida por Lionsgate, y duró siete temporadas, hasta el 2015. Está situada en los años 60, en la ficticia agencia de publicidad Sterling Cooper de la Avenida Madison, en Nueva York. El término mad men procede del argot de la década de 1950, cuando los publicistas que trabajaban en Madison Avenue lo usaban para referirse a sí mismos; y encierra un juego de palabras, alusivo a la “locura” de quienes trabajan en un rubro tan fascinante como peligroso. Don Draper (Jon Hamm), director creativo, es el protagonista de la historia, si bien la trama gira en torno al negocio de las agencias de publicidad, y el desarrollo de quienes con él interactúan, en la vida personal y profesional. No importan tanto los hechos puntuales, sino la complejidad psicológica de los personajes y los lazos que los unen o separan.

La serie ha recibido la aclamación de la crítica, sobre todo por su excelente recreación de época que envuelve al espectador como una cápsula de tiempo, su estilo visual, su diseño de vestuario, la impecable actuación del elenco, el cuidado guión y la magistral dirección. Todo ello la llevó a ganar quince premios Emmy y cuatro Globos de Oro. No en vano se la ha caracterizado como una de las mejores series de todos los tiempos, adjudicándole la categoría de verdadero arte.

Como decíamos antes, el hilo argumental incluye la presentación del negocio de las agencias, así como la vida privada de los personajes. Capítulo a capítulo, presenta hechos históricos relevantes del período, con su impacto social, y describe también costumbres caracterizantes de la década. Una época que pasó a la memoria como era de prosperidad, fermental, creativa. En la serie, sin embargo, los glamorosos años 60 se revelan también con su lado trágico, en los que la vida es un juego donde se compite en hermética soledad, y la felicidad un mito imposible de alcanzar.

Tal sesgo permite extrapolar, apenas explícito, casi por descarte, un leit motiv de impronta católica. Hay una cosmovisión omnipresente que le da a la serie más credibilidad y textura. En lo que es casi un estudio de caso sobre la condición humana, Mad Men narra la historia de un grupo de personas que desesperadamente buscan realizarse por caminos disfuncionales, con el ejemplo paradigmático de Don Draper. Como alto ejecutivo de la firma, exitoso en lo económico, disfruta sin límites de todos los placeres a su alcance. Es una especie de amo de su universo, poderoso, exitoso, apuesto, admirado. Lo tiene todo… y a la vez no tiene nada, salvo el enorme vacío espiritual que contamina su vida. Es un náufrago que arrastra la corriente. Si alguien quiere saber a qué conduce un estilo de vida superficial, materialista, secularista, ahí tiene a Don Draper para servirle de ejemplo.

En un ámbito donde la infidelidad y los excesos son moneda corriente, claramente Don no está cómodo con sus infidelidades, y no por miedo a ser descubierto por su esposa, sino porque en lo más profundo de sí mismo reconoce que hay algo vergonzoso en ello. Es como si cada uno de los episodios tuviera varias capas, y a medida que se las va retirando, aparecen reflexiones interesantes ajustadas a la visión católica.

Ese dilema planteado es lo que hace que valga la pena ver Mad Men: porque el desarrollo de la trama revela que en realidad se trata de un falso dilema, y que en la vida no es necesario elegir entre ser buenos o divertirse. La historia de los personajes retrata dramáticamente la deshonestidad y el dolor que subyacen a esa vida aparentemente perfecta de la diversión como fin último. Y deja abierto el camino a otras alternativas posibles para alcanzar la auténtica felicidad.

Laura Álvarez Goyoaga