CRIMEN Y CASTIGO de Fiódor Dostoyevski

Pecado, culpa y redención

Fiódor Dostoyevski, nacido el 30 de octubre de 1821 en Moscú, es uno de los escritores rusos más leídos de la historia. Sus obras realistas se caracterizan por una aguda visión de la naturaleza humana, con profundos análisis de la psicología y las emociones de los personajes. Crimen y castigo, escrita en 1866 es una de sus novelas más conocidas. Adaptada en numerosas versiones para cine y televisión, ha permeado nuestra cultura en diferentes niveles de intertextualidades.

En vida, Dostoievski pasó por etapas complicadas, en lo económico y en lo personal. Fue el segundo de los siete hijos de un médico del Hospital para pobres. Creció en el mismo edificio del manicomio, con vista a un cementerio, y a un patíbulo. Tragedias familiares y problemas de salud mediante, decidió dedicarse a la literatura. En 1849, arrestado por las fuerzas zaristas, fue condenado a muerte. Cuando ya había sido trasladado al sitio donde sería fusilado, a último momento, se le conmutó la pena capital por cuatro años de trabajos forzados en Siberia. Durante este período, marcado por frecuentes ataques de epilepsia, leyó la Biblia en prisión y vivió un profundo proceso de conversión.

Un gigante de la literatura universal, fue además un cristiano de profunda fe. Sus pasionales historias, hondamente filosóficas y espiritualmente removedoras, se centran en la exploración de las conflictivas vidas de sus personajes, de la necesidad de una fuerza moral en el universo, de la lucha entre el bien y el mal, del valor supremo de la libertad y del individuo. En esta línea, Crimen y castigo es un estudio de la psicología del pecado, la culpa y la redención, que se queda con el lector mucho después de terminar la última página.

La trama de Crimen y castigo es bastante conocida: Raskolnikov, un joven intelectual ruso deslumbrado por las ideas de la Ilustración, se ha visto forzado a abandonar sus estudios universitarios por la pobreza que asola a su familia. Conforme a su postura filosófica, adhiere a la teoría de que él es un ser superior, con el poder de tomar decisiones de vida o muerte en nombre de la humanidad. Así, para solucionar sus problemas, resuelve asesinar y robar a una vieja prestamista, malvada y codiciosa, a la que considera un parásito cuya vida miserable conviene extinguir. En su ilustrada y lógica opinión que ningún marco moral puede restringir, el mundo estará mejor sin ella. El fin justifica los medios, por lo tanto, armado con un hacha Raskolnikov perpetra el brutal crimen, asesinando también a la hermana inocente de la prestamista, quien tiene la desgracia de sorprenderlo en acción.  

El retrato que Dostoievski hace de su protagonista es complejo y minucioso. Atormentado por la culpa y el aislamiento, Raskolnikov terminará por confesar y por redimirse espiritualmente, no sin que medie para esta conversión un torturado proceso interior que lo conducirá a prisión y a la gracia de Dios, por el camino de la humildad. El lector no es testigo de este arrepentimiento; el autor solo revela cómo el amor de Sonya, una muchacha pobre que ha debido prostituirse para salvar a su familia, pero ha elegido dejarse amar por Cristo y amar a los demás por amor a Él, le abre el camino de la salvación. Así, “Juntos fueron resucitados por amor”.

Dostoievsky, el autor, vio la verdad del hombre a la luz de la verdad de Cristo. Comprendió que la alegría y la esperanza están al alcance hasta de los más pobres y desesperados, porque el valor y el sentido de la vida solo se encuentran a través del encuentro con Dios. Y así lo plasmó en su obra.

Crimen y castigo fue escrito en un marco histórico específico, el de la Rusia zarista del siglo XIX. Uno muy diferente a este por el cual transitamos los cristianos de hoy. Sin embargo, la historia no ha perdido vigencia. Hoy, como entonces, la fe es el camino para la salvación, y solo somos auténticamente libres cuando descansamos en la voluntad de Dios. Cuando nos tomamos a Dios enserio. Cuando aceptamos que el mal, las fuerzas oscuras de la irracionalidad, la crueldad, la violencia, la furia, existen y actúan. Cuando abrazamos la aventura de seguir a Jesús. Cuando dejamos que nuestras dudas fortalezcan nuestra fe. Cuando aceptamos que solo el amor es el camino.

¿Qué tan lejano a nuestra experiencia cotidiana se encuentra el mundo de Raskolnikov y Sonya? En el momento actual, cada vez más y más personas parecen creer que tienen el derecho a vivir por encima de las leyes morales o civiles, cuanto más por encima de los principios básicos de la moral cristiana. Asesinatos, abortos, suicidios, robos, actos terroristas, eutanasia, el relativismo, el materialismo… sobran los ejemplos para ilustrar estos extremos. El sentimiento subjetivo, apoyado en la falta de compromiso y de responsabilidad parece permear la conducta de grandes mayorías.

Frente a esta realidad, es válido mirar nuestra época desde el paradigma de Dostoievski en el camino de Raskolnikov, el agobiado protagonista de Crimen y castigo. Cada uno de nosotros tenemos algo de Raskolnikov, compartimos su naturaleza. Esa, en esencia, es la clave para comprender la compleja espiritualidad detrás de la prosa. Es lo que hace que esta novela sea tal vez más relevante hoy que en la época de su primera publicación.

Crimen y castigo nos recuerda que desesperar no es de cristianos. Que en lugar de dejarnos ganar por el desaliento, debemos amar a Dios, amar su ley, y vivirla en el amor. Esperar, observar en el amor hacia el prójimo, del mismo modo que Dios espera y nos mira con amor. Esperar con el arrepentimiento y la paciencia de Sonya, testigo del milagro de la redención de Raskolnikov. En la novela, el espejo bíblico de este milagro se encuentra en la historia de la resurrección de Lázaro: así como Lázaro murió y fue devuelto a la vida por Jesús, en Crimen y castigo la muerte espiritual del asesino arrepentido no es permanente ni irreversible. También él puede volver a la vida; reconciliarse con Dios y con los hombres. La gracia de Dios es el tema central de la trama que envuelve a estos personajes. La novela se cierra con un mensaje de esperanza: a través de la humildad y el amor, hasta el hombre más vil puede alcanzar la misericordia.

En su nivel básico, Crimen y castigo se nos presenta como un estudio de contrastes: amor y odio, bien y mal, juventud y vejez. Pero la contraposición más importante es la que subraya entre la opresión del pecado frente a la inconmensurable libertad de la gracia de Dios. Este atormentado estudiante, que percibe como su mayor debilidad la incapacidad de librarse de la culpa frente a lo que intelectualmente concibió como un acto de justicia social y humana, en el marco de esta convicción, aún en libertad estará condenado a la cárcel de su ceguera. Y recién cuando esté físicamente preso, conocerá la auténtica libertad. A pesar de sus pecados pasados, en el amor de Dios, será un hombre nuevo. No existe un abismo tan profundo que pueda superar la grandeza de la gracia. Este es el glorioso mensaje cristiano que Dostoievski con tanta maestría y experticia nos deja en su libro.

“Vivir sin esperanza es dejar de vivir” escribió Dostoievski. El 9 de febrero de 1881 falleció en San Petersburgo. En su lápida puede leerse el siguiente versículo de San Juan: «En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo, pero si muere produce mucho fruto».

Laura Álvarez Goyoaga

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Jacinto en pocas palabras

¿Quién fue Monseñor Jacinto Vera?

Nuestro primer obispo casi no aparece es los libros de historia actuales. Sin embargo, en los documentos reunidos para su causa de canonización, en la visión de quienes lo conocieron y convivieron con él, se revela como un personaje fascinante, un uruguayo típico, un claro ejemplo de la garra charrúa y la viveza criolla bien entendidas. Le decían el Obispo gaucho, el Padre de los Pobres, el Padre de la Iglesia nacional, el Padre del Clero nacional, el Apóstol de la caridad cristiana, el Defensor de la Iglesia, el Obispo Misionero, el Santo.

Pero además de haber sido una personalidad interesante, Jacinto vivió en tiempos interesantes, entre 1813 y 1881, y fue uno de los protagonistas del período histórico durante el cual Uruguay se consolidó como Estado y como Nación. Al punto que no podemos entender el Uruguay de hoy si desconocemos su legado. La invitación es entonces, a conocerlo.

Don Jacinto Vera – El niño “gaucho”

Los padres de Jacinto, Josefa y  Gerardo, emigraron a América desde las Islas Canarias. Gente pobre, campesinos, buscaban un futuro mejor para su familia. Cuando embarcaron, doña Josefa estaba embarazada de su cuarto hijo.

Los viajes por mar eran entonces largos y complicados. Venían hasta el Río de la Plata, porque allí tenían familiares afincados. Frente a las costas de Santa Catalina en Brasil, donde hoy es Florianópolis, el 3 de julio de 1813, a bordo del barco nació Jacinto.

Tuvieron que quedarse un tiempo en suelo brasilero, por luchas políticas en su proyectado destino.  Al fin pudieron seguir viaje hasta las costas del departamento de Maldonado,  en  el abra del Mallorquín, donde arrendaron una chacra y se dedicaron a trabajar en familia. En esos años, Jacinto fue creciendo como un niño “gaucho”, según él mismo decía, que se vestía con poncho, chiripá y botas de potro.

Don Jacinto Vera – “A remolque”

Como buena familia española de la época, los Vera eran muy religiosos. Jacinto vivió la fe en la dinámica familiar. Cuando tenía unos trece años, sus padres lo llevaron a Montevideo, al Convento de los Franciscanos, para hacer su primera confesión. De esa experiencia, después le contaría a un amigo que su mamá lo tuvo que entrar al templo “a remolque”, porque tenía un susto bárbaro.

Un poco después tomó su Primera Comunión en la Capilla de Doña Ana, que quedaba en Toledo, a legua y media del campo paterno. El templo, en esa época era el centro social principal, el lugar donde se reunían los habitantes dispersos de un territorio poco poblado. Los bautismos, las primeras comuniones y otras celebraciones terminaban con comidas compartidas, y hasta bailes. A estas reuniones las llamaban “funciones religiosas”. Jacinto, junto a sus padres y hermanos, participaba de estos festejos.

Don Jacinto Vera – Enamorado de su misión

Cuando Jacinto tenía 19 años, en 1832, lo invitaron para una “tanda” de ejercicios espirituales. Su amigo, Cristóbal Bermúdez, que quería ser fraile franciscano pero no tenía recursos para pagarse la formación, cuando en una de las funciones religiosas en la Capilla de Doña Ana, se enteró que Jacinto se había anotado para hacer los ejercicios, le preguntó en broma si estaba pensando meterse a cura. Y Jacinto le respondió en términos que hoy podríamos traducir como: “¿Yo, cura? Ni loco”. Concretamente, le contestó que no podía entender que hubiera hombres dispuestos a dedicarse al sacerdocio.

Sin embargo, la experiencia de los ejercicios espirituales cambió su vida. Allí descubrió la vocación de consagrarse al servicio de Dios. Tuvo que vencer muchísimas dificultades para llegar a ordenarse sacerdote, pero era muy joven, tenía una fe inquebrantable y estaba enamorado de su misión.

Laura Álvarez Goyoaga

Dignidad del morir: excluir tanto la eutanasia como la “obstinación terapéutica”

Representantes de la Iglesia Católica en Uruguay participaron el 12 de mayo de una reunión Zoom, convocados por  la Comisión de Salud de la Cámara de Representantes. El motivo fue: escuchar su posición respecto al proyecto de ley sobre “Eutanasia  y suicidio médicamente  asistido”, presentado por el Diputado Ope Pasquet.

Participó por la Iglesia Católica un grupo interdisciplinario integrado por: Mons. Arturo Fajardo (Presidente de la CEU, obispo de Salto), Mons. Pablo Jourdan (obispo auxiliar de Montevideo, Lic. en Moral y Espiritualidad), el Pbro. Luis Cardozo (Lic. en Teología Moral, con una tesis  sobre “El enfermo terminal y la cuestión ética sobre de la eutanasia”), el abogado Diego Velazco (profesor y conferencista) y la Dra. Ana Guedes (Oncóloga, diplomada en Cuidados Paliativos y en Bioética).

Las conclusiones del mensaje transmitido al Parlamento, según informa la página web de la Conferencia Episcopal del Uruguay son:

  • Nos oponemos, por ser gravemente injustas, a las leyes que pretenden legalizar la eutanasia o aquellas que justifican el suicidio y la ayuda al mismo, por el falso derecho de elegir una muerte definida -inapropiadamente- como “digna” solo porque ha sido elegida “libremente”. Las acciones fácticamente libres pueden ser acordes con la dignidad o contrarias a ella. Sólo las primeras, por respetar la dignidad, son ejercicio de un derecho. No hay derecho a actuar libremente contra el derecho. Por eso, estas leyes quebrantan el fundamento del orden jurídico, el derecho a la vida y el ejercicio de la libertad humana.
  • La función del Estado es tutelar la igual dignidad y el consiguiente igual derecho a la vida de todo ser humano. El proyecto presentado pretende modificar la valoración social de este derecho fundamental. No busca que el médico que realiza una eutanasia no vaya preso (ello ya está previsto en la causa de impunidad del homicidio piadoso). Quiere que tal acto no sea considerado delito, que no se proteja el bien jurídico vida como derecho indisponible. En resumidas cuentas, pretende asumir la eliminación de un paciente como un servicio de salud. 
  • Tutelar la dignidad del morir significa tanto excluir la eutanasia como el retrasarla por medio de la “obstinación terapéutica”. Dignidad en el morir no significa eliminar al paciente sufriente sino acompañarlo, cuidarlo, aliviarle el dolor y ayudarlo para que pueda vivir en paz y lo más serenamente posible la última etapa de su vida. 
  • Como se ha demostrado por la más amplia experiencia clínica, la medicina paliativa constituye un instrumento precioso e irrenunciable para acompañar al paciente en las fases más dolorosas, crónicas y terminales de la enfermedad. Los Cuidados paliativos son un derecho de toda persona y al mismo tiempo constituyen la expresión más auténtica de la acción humana y cristiana basada en la ética del cuidado. Estos tienen como objetivo aliviar los sufrimientos en la fase final de la enfermedad y de asegurar al paciente un adecuado acompañamiento mejorándole –en la medida de lo posible– la calidad de vida y el completo bienestar. La Medicina Paliativa ha brindado al conjunto de la práctica médica la conciencia y el estímulo para recuperar su más ancestral fortaleza: la humanización de la medicina. 
  • La experiencia de la aplicación de los cuidados paliativos demuestra que las personas que piden anticipar la muerte, lo que en realidad quieren es no vivir así. Cuando se atienden las múltiples causas del sufrimiento, ya no se pide la eutanasia. Es necesario un compromiso decidido para llevar estos cuidados a quienes tengan necesidad, para aplicarlos no solo en las fases terminales de la vida, sino como perspectiva integral de cuidado con relación a cualquier patología crónica y/o degenerativa, que pueda tener un pronóstico complejo, doloroso e infausto para el paciente y para su familia.

Se puede acceder al Texto completo de la presentación de la Iglesia Católica ante la Comisión de Salud de la Cámara de Diputados sobre el Proyecto de Ley “Eutanasia y suicidio médicamente asistido” en el siguiente link:

Fuente: página web de la Conferencia Episcopal del Uruguay

La Misa: ¿qué sentido tiene participar en ella?

En una oportuna invitación a la esperanza plena y verdadera, el Obispo de Canelones nos ofrece una nueva Carta Pastoral en la que nos ofrece un camino para acercarse a la realidad de la Misa, como la entendió Jesús, los Apóstoles y la Iglesia hasta hoy. También de esa realidad se pasa a ver la realidad del hombre, del cristiano, de la sexualidad, de la castidad, del sufrimiento.

La nueva Carta Pastoral de Mons. Dr. Alberto Sanguinetti Montero, se denomina El Sacrificio Eucarístico de Cristo y de La Iglesia, y fue publicada en una fecha muy especial: el 12 de diciembre, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, a los 10 años de que su autor asumiera la Diócesis de Canelones.

El Sacrificio Eucarístico de Cristo y de La Iglesia es un canto a la esperanza oportuno, claro y ajustado a los tiempos que estamos viviendo, que en una parte de su introducción dice:

En las circunstancias actuales, que nos hacen sentir más fuertemente la debilidad de la existencia humana y de las construcciones sociales, vuelvo a proclamar: sólo Jesucristo es la esperanza plena y verdadera. Confiemos en Él y por Él cantemos con la Iglesia: “A ti elevo mi alma, Dios mío en ti confío, ciertamente todos los que en ti esperan no quedan defraudados” (S.24 1-2)1.

La esperanza en Cristo Jesús, verdadera esperanza de vida plena en este mundo y de vida eterna, comienza en nosotros por el don de la fe en Cristo, que ilumina toda la existencia, y se nos comunica en la Santa Iglesia por los sacramentos que nos hacen partícipes de la vida de Cristo: el bautismo en que nacemos de nuevo del agua y del Espíritu Santo y la unción con el crisma del Espíritu en la confirmación.

Y más adelante continúa:

Por eso, en esta carta, los invito a renovar y profundizar la fe en el misterio eucarístico, en la Santísima Eucaristía, en la Santa Misa, en el sacrificio de Cristo que salva el mundo. Al mismo tiempo quisiera iluminar con la Eucaristía algunas realidades de nuestra existencia. Le pido a la Virgen María que nos acompañe a acercarnos a Jesús en su mayor don a la Iglesia, el don de sí mismo dado en la noche de su entrega: los misterios de su cuerpo y de su sangre.

Compartimos la Carta Pastoral de Mons. Dr. Alberto Sanguinetti Montero, El Sacrificio Eucarístico de Cristo y de La Iglesia, en el link que figura a continuación:

https://drive.google.com/file/d/1mLCEREOA4uu_fiJEq8oK0raBc61iqnyv/view

Sobre la Eutanasia: un cuento de Horacio Quiroga

La compasión


Cuando Enriqueta se desmayó, mi madre y hermanas se asustaron más de lo preciso. Yo entraba poco después, y al sentir mis pasos en el patio, corrieron demudadas a mí. Costome algo enterarme cumplidamente de lo que había pasado, pues todas hablaban a la vez, iniciando entre exclamaciones bruscas carreras de un lado a otro. Al fin, supe que momentos antes habían sentido un ruido sordo en la sala, mientras el piano cesaba de golpe. Corrieron allá, encontrando a Enriqueta desvanecida sobre la alfombra.

La llevamos a su cama y le desprendimos el corsé, sin que recobrara el conocimiento. Para calmar a mamá tuve que correr yo mismo en busca del médico. Cuando llegamos, Enriqueta acababa de volver en sí y estaba llorando entre dos almohadas.

Como preveía, no era nada serio: un simple desmayo provocado por las digestiones anormales a que la someten los absurdos regímenes que se crea. Diez minutos después no sentía ya nada.

Mientras se preparaba el café, pues por lo menos merecía esto el inútil apuro, quedámonos conversando. Era ésa la quinta o sexta vez que el viejo médico iba a casa. Llamado un día por recomendación de un amigo, quedaron muy contentas de su modo cariñoso con los enfermos. Tenía bondadosa paciencia y creía siempre que debemos ser más justos y humanos, todo esto sin ninguna amargura ni ironías psicológicas, cosa rara. Estaban encantadas de él.

—Tengo un caso parecido a éste —nos decía hablando de Enriqueta—, pero realmente serio. Es un muchacho también muy joven. Parece increíble lo que ha hecho para perder del todo su estómago. Ha leído que el cuerpo humano pierde por día tantos y tantos gramos de nitrógeno, carbono, etc., y él mismo se hace la comida, después de pesar hasta el centigramo la dosis exacta de sustancias albuminoideas y demás que han de compensar aquellas pérdidas. Y se pesa todos los días, absolutamente desnudo. Lo malo es que ese absurdo régimen le ha acarreado una grave dispepsia, y esto es para usted, Enriqueta. Cuantos más desórdenes propios de su inanición siente, menos come. Desde hace dos meses tiene terribles ataques de gastralgia que no sé cómo contener…

—Duele mucho eso, ¿no? —interrumpió Enriqueta, muy preocupada.

—Bastante —inclinó la cabeza repetidas veces, mirándola—. Es uno de los dolores más terribles…

—Como mi hermana Concepción —apoyó mi madre— cuando sufría de cálculos hepáticos. ¡Qué horror! ¡Ni quiero acordarme!

—Y tal vez los de la peritonitis sean peores… o los de la meningitis.

Nos quedamos un rato en silencio, mientras tomábamos el café.

—Yo no sé —reanudó mi madre—, yo no sé, pero me parece que debería hallarse algo para no sufrir esos dolores. ¡Sobre todo cuando la enfermedad es mortal, mi Dios!

—Apresurando la muerte, únicamente —se sonrió el médico.

—¿Y por qué no? —apoyó valientemente Clara, la más exaltada de mis hermanas—, ¡Sería una verdadera obra de caridad!

—¡Ya lo creo! —murmuró lentamente mi madre, llena de penosos recuerdos. Luisa y Enriqueta intervinieron, entusiasmadas de inteligente caridad, y todas estuvieron en armonía.

El médico escuchaba, asintiendo con la cabeza por costumbre.

—Sin embargo no crea, señora —objetó tristemente—. Lo que para ustedes es obra de compasión, para otros es sencillamente un crimen. Debe haber quién sabe qué oscuro fondo de irracionalidad para no ver una cosa tan inteligente —ya no digo justa— como es la de evitar tormentos a las personas queridas. Hace un momento, cuando hablábamos de los dolores, me acordé de algo a ese respecto que me pasó a mí mismo. Después de lo que ustedes han dicho, no tengo inconveniente en contarles el caso: hace de esto bastante tiempo.

»Una mañana fui llamado urgentemente de una casa en que ya había asistido varias veces. Era un matrimonio, en el segundo año de casados. Hallé a la señora acostada, en incesantes vómitos y horrible dolor de cabeza. Volví de tarde y todos los síntomas se habían agravado, sobre todo el dolor, el atroz dolor de cabeza que la tenía en un grito vivo. En dos palabras: estaba delante de una meningitis, con toda seguridad tuberculosa. Ustedes saben que muy poco hay que hacer en tales casos. Todo el tratamiento es calmante. No les deseo que oigan jamás los lamentos de un meningítico: es la cosa más angustiosa con su ritmo constante, siempre a igual tono. Acaban por perder toda expresión humana; parecen gritos monótonos de animal.

»Al día siguiente seguía igual. El pobre marido, muchacho impresionable, estaba desesperado. Tenía crisis de llanto silencioso, echado en un sillón de hamaca en la pieza contigua. No recuerdo haber llegado nunca sin que saliera a recibirme con los ojos enrojecidos y su pañuelo de medio luto hecho un ovillo en la mano.

»Hubo consulta, junta, todo inútil. El tercer día el dolor de cabeza cesó y la enferma cayó en semiestupor. Estaba constantemente vuelta a la pared, las piernas recogidas hasta el pecho y el mentón casi sobre las rodillas. No hacía un movimiento. Respondía brevemente, de mala gana, como deseando que la dejáramos en paz de una vez. Por otro lado, todo esto no falta jamás en un meningítico.

»La noche del cuarto día la enfermedad se precipitó. La fiebre subió con delirio a 40,6 grados, y tras ella la cefalalgia, más terrible que antes, los gritos se hicieron desgarradores. No tuve duda ninguna de que el fin estaba próximo. La crisis de exaltación postrera —cuando las hay— suele durar horas, un día, dos, rara vez más. Mi enferma pasó tres días en esa agonía desesperante, gritando constantemente, sin un solo segundo de tregua, setenta y dos horas así. Y en el silencio de la casa… figúrense el estado del pobre marido. Ni antipirina, ni cloral, nada lo calmaba.

»Por eso, cuando al séptimo día vi que desgraciadamente vivía aún en esa atroz tortura suya y de su marido y de todos, pesé, con las manos sobre la conciencia, antecedentes, síntomas, estado; y después de la más plena convicción de que era un caso absolutamente perdido, reforcé las dosis de cloral, y esa misma tarde murió en paz.

»Y ahora, señora, dígame si todos verían en eso la verdadera compasión de que hablábamos.

Mi madre y hermanas se habían quedado mudas, mirándolo.

—¿Y el marido nunca supo nada? —le preguntó en voz casi baja mi madre.

—¿Para qué? —respondió con tristeza—. No podía tener la seguridad mía de la muerte de su mujer.

—Sí, sin duda… —apoyó fríamente mi familia.

Nadie hablaba ya. El doctor se despidió, recomendando cariñosamente a Enriqueta que cuidara su estómago. Y se fue, sin comprender que de casa nunca más lo volverían a llamar.

Horacio Quiroga