La obra de Viktor Frankl “El hombre en busca de sentido” que recoge su vivencia en la barbarie de los campos de exterminio nazi ha sido considerado uno de los libros más influyentes en la historia de la humanidad que llama al despertar de nuestra conciencia para descubrir en que consiste el transitar por esta vida.
Algunas personas pasan por este mundo sin dilucidar para que hemos venido e ignorando como vivir y sobre todo para que vivir. Otros se vuelven protagonistas de sus propias vidas, y aún en las más duras situaciones, o incluso gracias a estas, logran vidas plenas de sentido que iluminan el camino e incluso encienden a otros.
Como reivindicó el historiador La Febvre, la historia va más allá de los grandes sucesos, y se teje en los acontecimientos vitales que hicieron a las personas y a los pueblos en su vida cotidiana. El hombre concreto, de carne y hueso, debería ser la meta de todo estudio histórico, lo cual es bien logrado por Frankl en las memorias y análisis contenidos en este trabajo.
Nos pone de cara a la capacidad de bondad o maldad que cabe en el corazón de cada persona, respondiendo de la forma más genuina y desnuda a su libertad última. Pone al descubierto la limitación del pandeterminismo freudiano (y ni que hablar del pansexualismo!) del psicoanálisis, al querer reducir al ser humano a nivel de las cosas o de los meros instintos, sin contar que la persona es a la postre su propio determinante, y lo que hace al ser humano comportarse en similares condiciones “como un cerdo” o “como un santo”.
La afirmación de que el hombre es capaz de inventar los métodos de tortura, la crucifixión, la hoguera, los campos de exterminio y las cámaras de gas, y también es el ser capaz de entrar con la cabeza erguida a esas cámaras con una oración en sus labios, me recuerda a los mártires de todos los tiempos, desde Esteban y todos los hermanos asesinados por causa de la fe, que a semejanza de Cristo han entregado su vida por amor y perdonando, a lo largo de la historia, en los cinco continentes, así como también a todos los seres humanos muertos o torturados a causa de pensar, expresarse o verse diferente.
¿Que lleva al hombre a actuar de este modo tan ambiguo, a odiar o a amar hasta el extremo de quitar o dar la vida por otros, o por una causa que tenga sentido para él?
El ser humano es un ser complejo. Si no logra conocer de donde viene, cuál es el sentido de su vida, y hacia donde va, estará amputado para él el modo de descubrir su propia identidad, y sin esta base fundamental lo que construya con su propio esfuerzo será muy endeble. Como sostiene Edith Stein (Santa Teresa Benedicta de la Cruz) también asesinada en los campos de exterminio nazi: “la pedagogía construye castillos en el aire si no responde a la pregunta fundamental de quién es el hombre”.
La persona puede llegar a su “máximo” desarrollo distinguiendo como dice San Pablo lo bueno, lo agradable, lo perfecto, mediante el discernimiento de la conciencia moral (órgano de sentido para Frankl), logrado por el amor y pedido en la oración, que logra mediante la gracia la transformación de la mente y la conducta que se orienta a buscar la voluntad de Dios y con esto hacer el bien a los demás.
Para ello es necesaria una profunda vida espiritual, donde se desarrolle un mundo de riqueza interior y de libertad de espíritu, a través de la verdad (..y la verdad os hará libres, Jn 8,32). El prisionero, nos cuenta Frankl, anhelaba estar a solas consigo mismo y con sus pensamientos, añorando intimidad y soledad.
El ser humano está hecho para amar, esa es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre, esa es, como enseña Santa Teresita de Lissieux, su vocación más sublime. La salvación del ser humano solo es posible en el amor y a través del amor, que trasciende incluso a la persona física del ser amado, como experimentó Frankl con el amor a su esposa, encontrando su sentido más profundo en el ser espiritual del otro, en su yo más íntimo.
Me recuerda al soneto “Amor constante más allá de la muerte” de Francisco de Quevedo que cito a continuación:
Cerrar podrá mis ojos
la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansiosa y lisonjera
mas no de esotra parte,
en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi alma el agua fría
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un
dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará, no su
cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido,
polvo serán, mas polvo enamorado.
Frankl asevera que esta intensificación de la vida interior protegía al prisionero contra el vacío, la desolación y la pobreza espiritual de su existencia.
A medida que la vida interior del prisionero se hacía más honda, apreciaban más la belleza vertida en la naturaleza, un atardecer, contemplar las montañas nevadas hasta llegar incluso a manifestar alguien, como en un suspiro anhelante en aquella terrible situación: “que hermoso podría ser el mundo”. La belleza es fundamental en la vida y la cultura humana, nos traduce una nostalgia de Dios, un deseo de Verdad, de Bien y de Justicia. Como sostiene Benedicto XVI la belleza de la verdad implica ofensa, dolor y muerte, y es una forma superior de conocimiento humano. Es en el rostro despreciado, escupido y desfigurado de Cristo donde aparece la verdadera belleza: la del amor.
Como relata el mismo Frankl, “en un mundo que no reconoce la vida y la dignidad de la persona, despojándolo de todo hasta de su voluntad, reduciéndolo a carne de exterminio, si en un máximo esfuerzo el prisionero no luchaba por mantener sus principios, terminaba perdiendo la conciencia de su individualidad e integridad personal, convirtiéndose en una simple fracción de una enorme masa de gente, descendiendo su existencia hasta un nivel animal”.
Era tan despreciable el valor que se le concedía a la vida humana que el prisionero quedaba con la conciencia dormida y el corazón endurecido. Como él mismo manifiesta, la vida de un número resulta completamente irrelevante.
Distingue 3 etapas por las que pasaban los prisioneros:
- primero una fase de shock, donde por las medidas tomadas y el trato recibido quedaba la persona con la existencia desnuda y luego en muchos casos se perdía el temor a la muerte, buscando incluso en la desesperanza el suicidio como salida.
- Una segunda fase de apatía o muerte emocional, donde la personalidad se veía transformada y donde el mayor sufrimiento proviene no tanto del dolor físico sino de la humillación e indignación por la injusticia sin límite. La apatía resultaba un mecanismo inevitable de autodefensa para conservar la vida, incluso descendiendo a niveles primitivos de vida interior. El hambre y la desnutrición crónica llevaba a que la vida mental de las personas girara en torno al poder conseguir algún alimento. La ausencia del deseo sexual, que no se daba siquiera en sueños, y la carencia absoluta de vida sentimental era parte de la desvalorización de todo aquello que no ayudara a la supervivencia. La desesperanza llevaba a la muerte como escape. En estas condiciones tan extremas cobraba fuerza la pregunta sobre si la vida tiene algún sentido. La respuesta del autor es un sí afirmado por su propia existencia fructífera y plena. Lo plantea desde el descubrir el arte de vivir aún en el sufrimiento más atroz, donde las cosas más pequeñas pueden cobrar un gran valor, donde la luz brilla aún en medio de las tinieblas. Es en este contexto que Viktor Frankl experimenta que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino para decidir su propio camino. Cada persona guarda, aún en trágicas circunstancias, la libertad interior de decidir quien quiere ser, y nadie puede arrebatarle esto. Ya nos advierte Jesús en el Evangelio: “No teman a quienes matan el cuerpo y luego no pueden hacer nada más…” “Es la actitud erguida del hombre frente a su destino adverso, a semejanza del santo Job: aunque al hombre se le cierren las posibilidades de realizar valores de creación o de vivencia, aún la vida continúa ofreciéndole un sentido”. Cualquiera de los distintos aspectos de la existencia conserva un valor significativo, incluso el sufrimiento, ya que es parte de la vida, la enfermedad, la muerte. Estamos llamados a cargar con la cruz y dotar nuestra vida de un sentido más profundo, siendo el camino y la misión de cada uno único e irrepetible (“Quien quiera ser mi discípulo que se niegue a si mismo, cargue su cruz y me siga” Mt 16,24). Vivimos actualmente en una sociedad que se niega a aceptar el sufrimiento y la muerte. Hemos perdido además la contención que nos ofrecía otrora la familia, la comunidad, la religión, la Iglesia. También hemos olvidado el valor de las tradiciones que orientaban las conductas sociales. En este mundo de consumo cuyas premisas son: disfrute ya, compre y gaste para ser más feliz, y donde el tener se impone al ser, se le dificulta al hombre postmoderno el poder vivir una experiencia de este tipo como oportunidad de crecimiento en la adversidad, y donde poder madurar aspectos típicamente humanos.
- En una tercera fase Frankl analiza la psicología de los sobrevivientes tras la liberación, donde se observa despersonalización luego de todo lo sufrido, incapacidad de disfrutar, acompañado de profundos cambios a nivel de la personalidad sobre todo en los más carenciados, pudiendo pasar de oprimidos a opresores, que se consideran con derecho a una libertad licenciosa no sujeta a ninguna norma. El cese repentino de tanta tensión psicológica podía dar lugar a una deformidad moral.
Luego de la experiencia en los campos de exterminio nazi vivida por Frankl, pudo realizar su obra sobre los principios de logoterapia que se esbozan en este libro, donde describe que la fuerza motivadora del ser humano es la lucha por encontrarle un sentido a su propia vida, o más aún, por descubrirlo!.
Disiente, como mencionamos anteriormente, con la voluntad de placer que rige el psicoanálisis de Freud y con la voluntad de poder que enfatiza la psicología de Addler.
Me evoca, este mínimo análisis, el planteo de Santo Tomás de Aquino sobre lo que rechazó Jesús al abrazar la cruz: el placer, el poder, el poseer y el honor; y lo que amó Cristo en la Cruz: hacer la voluntad del Padre amando hasta el extremo de entregar su vida por nosotros.
Como anuncia Frankl, cada época tiene su neurosis y cada tiempo necesita su psicoterapia, su sanación. El planteo realista y testimonial del neurólogo y psiquiatra vienés afirma la autotrascendencia (salir de uno mismo para ir al encuentro del otro: “Quien guarde su vida para si la perderá, pero quien la entregue por mi causa la ganará” (Mt 16,25), y la voluntad de sentido (aceptación confiada de la voluntad de Dios en nuestra vida, Mt 26, 36-42) como los medios para superarla.
Afortunadamente para la humanidad la voluntad salvífica de Dios llega a todo hombre por su Gracia, sin mérito alguno por nuestra parte. Este influjo de la gracia no quita la libertad de la persona, ya que atrae nuestra voluntad por el amor, llevando a la conversión interior del hombre. Como sostiene el Cardenal Sturla: “Uruguay, (y el mundo!) necesita de Cristo.
Si el secularismo hace violencia contra el espíritu humano, y es una forma de totalitarismo que hay que evitar, la evangelización de la cultura, misión fundamental de la Iglesia, con nuevos métodos, nuevas expresiones y nuevo ardor, como pedía San Juan Pablo II, debe ser nuestra prioridad. La mejor forma de luchar contra el secularismo actual es llevar a cabo los principios de autotrascendencia y voluntad de sentido descriptos por Frankl, en la dimensión más plena del cristianismo, con el auxilio de la oración y los sacramentos, inmersos en la comunidad de la Iglesia, como lo han hecho los santos, maestros de humanidad de todos los tiempos. Porque al igual que Viktor Frankl, la vida luminosa de estas personas son la mejor forma de luchar contra el sinsentido del mundo actual.
Silvana Fiamene